
Perder no es el final del juego; es el único camino para poder ganar en la vida, en cualquiera de sus facetas. La evidencia sugiere que la resiliencia —la capacidad de adaptarnos y mantener el rumbo ante la adversidad— es más común de lo que creemos y sigue múltiples rutas. No es un rasgo fijo, se cultiva con prácticas y entornos adecuados.
Qué entendemos por resiliencia
Resiliencia es la capacidad adaptación en contextos de dificultad. Tras eventos adversos, muchas personas muestran una trayectoria de funcionamiento saludable más frecuente de lo que solemos pensar. Esto cuestiona la idea de que “todo duelo exige pasar por las mismas etapas”.
En el desarrollo humano, la resiliencia se explica menos por “superpoderes” individuales y más por recursos cotidianos (vínculos, habilidades de autorregulación, oportunidades de sentido).
Creer que las habilidades pueden desarrollarse favorece la persistencia, pero sus efectos en rendimiento son pequeños y contextuales; conviene integrarla con buenas prácticas de enseñanza y feedback. La resiliencia se construye, se aprende, se forja.
Cuando no podemos cambiar la situación, podemos elegir la actitud y encontrar significado en la respuesta; eso amortigua el sufrimiento y sostiene la acción intencional. De esa manera se gana siempre. Aprender que los fracasos y momentos bajos forman parte del crecimiento es la clave para extraer información de esas situaciones que luego nos harán más fuertes y estables. Esa es la importancia de la experiencia.
La derrota como maestra de la resiliencia
El psicólogo George Bonanno, uno de los principales investigadores sobre resiliencia, demostró que la mayoría de las personas no se quiebra de manera irreversible tras un trauma; por el contrario, logran adaptarse y mantener un nivel funcional de vida. Lo que solemos llamar “fracaso” es, en realidad, parte del guion común de la existencia.
Ann Masten, otra referente en el tema, lo expresó de forma aún más clara: la resiliencia es una “magia ordinaria”. Se compone de una red de apoyo, la capacidad de reinterpretar lo ocurrido, o la simple voluntad de volver a intentarlo.
La esencia de la resiliencia: Dar sentido al dolor
Martin Seligman, padre de la psicología positiva, aporta una visión bastante “eficaz” al respecto, diciendo que podemos entrenar nuestra forma de explicar los reveses. Si creemos que los fracasos son permanentes y globales (“si fallé aquí, siempre fallaré”), la esperanza se apaga. De lo contrario, si los interpretamos como temporales y específicos (“esto no funcionó, pero puedo mejorar”), el fracaso se transforma en combustible para la acción.
El valor del error
La ciencia del aprendizaje también respalda esta visión. Robert Bjork acuñó el concepto de “dificultades deseables”: aquello que al inicio parece duro —como equivocarse o enfrentar un obstáculo— es lo que realmente consolida el aprendizaje a largo plazo. Perder obliga al cerebro a buscar nuevas rutas, y esa búsqueda fortalece la memoria y la creatividad.
Henry Roediger, por su parte, demostró que ponernos a prueba y fallar en un examen es mucho más útil que repasar sin equivocarnos. El error, lejos de ser un enemigo, es el cincel que talla la comprensión.
La herida del ego
Quizás lo más difícil de perder no es el hecho en sí, sino la herida que deja en nuestro ego. Nos cuesta aceptar que no somos invencibles. Los estoicos lo sabían perfectamente (no hablamos de las tendencias de moda actuales sobre estoicismo), Marco Aurelio insistía en que “no son las cosas las que nos perturban, sino los juicios que hacemos sobre ellas”. Perder es un hecho; sentirnos destruidos por ello es una interpretación.
En esta línea, la investigadora Kristin Neff nos recuerda la importancia de la autocompasión. Tratarse con dureza tras un error no genera disciplina, sino parálisis. En cambio, reconocer la fragilidad y ofrecerse comprensión permite levantarse y volver a intentarlo. Los primeros que debemos “pasarnos la mano” somos nosotros, con la suficiente autocrítica y la docilidad exacta, sin justificaciones, pero también sin castigos excesivos.
La resiliencia en estado puro: del fracaso a la victoria consciente

Una victoria alcanzada después de haber perdido no es igual que una victoria inmediata. Es más humilde, más consciente y, sobre todo, más estable. Quien ha atravesado derrotas aprende a valorar la victoria sin endiosarla. Sabe que puede volver a perder y, aun así, seguir adelante.
Nassim Taleb habla de “antifragilidad”: hay sistemas —y personas— que no solo resisten el golpe, sino que mejoran gracias a él. Cada caída los reconfigura, los hace más sólidos, más creativos, más preparados.
12 hábitos para construir resiliencia
- Aceptar la herida sin negarla
El primer paso de la resiliencia no es hacernos los fuertes e inquebrantables, sino admitir el golpe. Reconocer que algo duele o afecta nos permite procesar y sanar.
- Nombrar la derrota
Ponerle palabras a lo ocurrido —“me equivoqué en esto”, “fallé en aquello”— libera del peso de la confusión. El lenguaje organiza la experiencia.
- Separar el error de la identidad
Perder no significa que “soy un fracaso”, significa “fallé en esta ocasión”. Esa diferencia preserva la autoestima y te dispone inconscientemente a un nuevo intento o alzar la cabeza y seguir.
- Encontrar un sentido
Preguntarse: ¿qué me enseña esto? ¿qué me está obligando a ver? Da propósito al dolor.
- Releer la experiencia con otros ojos
El estoicismo enseña que no es el hecho, sino la interpretación lo que nos daña. Cambiar la mirada es ya cambiar la vivencia.
- Ejercitar la autocompasión
No se trata de justificarse, sino de hablarse con la misma comprensión que ofreceríamos a un amigo en su caída. Hay que ser justos, empezando por uno mismo.
- Practicar el error deliberado
Equivocarse en pequeños ensayos, pruebas o simulaciones nos prepara para los escenarios reales. Es entrenar con caídas controladas. A veces la mejor opción es fallar, y uno aprende que esos fallos pueden ser incluso programados. Forman arte de la preparación hacia lo que pretendemos.
- Pedir feedback sin miedo
Escuchar lo que otros ven en nuestros fallos abre perspectivas que solos no alcanzamos. El aprendizaje se multiplica en comunidad muchas veces, siempre y cuando a quien acudamos esté en nuestra sintonía y de verdad tenga pretensiones de ayudar.
- Revisar después de cada intento
Detenerse a pensar: ¿qué esperaba? ¿qué ocurrió? ¿qué haré distinto la próxima vez? convierte la pérdida en brújula.
- Valorar el proceso, no solo el resultado
Una derrota puede esconder progresos invisibles: disciplina, resistencia, conocimiento. Reconocerlos alimenta la motivación.
- Celebrar las pequeñas victorias tras el fracaso
Levantarse ya es un triunfo. Seguir intentando ya es una forma de ganar.
- Cultivar la paciencia
Las derrotas enseñan que la vida no es inmediata. El tiempo es parte del aprendizaje: lo que hoy parece un fracaso puede ser mañana un punto de inflexión.
Sin pérdida no hay resiliencia
Perder es, en realidad, una prueba de humildad. Nos obliga a regresar a lo esencial: no al triunfo inmediato, sino al arte de levantarse una y otra vez. Cada caída desnuda lo que somos, pero cada levantada revela lo que podemos llegar a ser. La resiliencia no es un escudo de hierro, sino la capacidad de transformarse sin perder la sensibilidad que nos hace humanos.
Ganar sin haber perdido es apenas un espejismo. Solo quien ha atravesado la derrota conoce el verdadero peso y valor de la victoria. Porque el fracaso nunca nos define; al contrario, nos entrena, nos pule y nos prepara para lo que vendrá.
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