
Cuba vive, probablemente, la epidemia más grave en décadas dentro del país. La fiebre chikungunya avanza como reflejo de la descomposición ambiental y social que atraviesa la isla. Los barrios respiran basura acumulada, las lluvias crean espejos de agua que sirven de criadero, y los hospitales trabajan con carencias que exponen la vulnerabilidad de todo el sistema. El discurso oficial proclama control, pero la realidad se sostiene sobre fiebre, hambre y agotamiento. Cada foco de infección revela el abandono prolongado y la negligencia de un país abandonado. donde la basura alimenta al mosquito, la precariedad debilita al cuerpo y el silencio se convierte en la estrategia del poder.
Epidemia extendida: Cuba es un vertedero
El brote de chikungunya se propaga con la facilidad de un virus que encuentra casa en cada rincón. Cuba respira basura. Las calles están cubiertas de desechos, los pocos contenedores existentes se desbordan, las bolsas abiertas se mezclan con el polvo y el olor agrio del calor. La lluvia arrastra los restos hasta los patios y las zanjas, donde el agua queda atrapada y se vuelve un caldo perfecto para los mosquitos.
Es un escenario completamente absurdo. Cuba es hoy una distopía residual. Una forma de decadencia que no estalla ni se disuelve, sino que se sostiene en la ruina. El régimen mantiene el control absoluto del discurso, transforma el colapso en resistencia y convierte la miseria en relato heroico. La isla funciona como una civilización habitada entre los restos de sí misma: basura, enfermedad y deterioro forman parte del paisaje cotidiano.
La realidad se construye desde la distorsión, donde la pobreza se interpreta como dignidad y el fracaso como triunfo. Es una ruina viva, un país que persiste entre los escombros de su propio sistema, administrado por un poder que gobierna la descomposición como si fuera orden.
La isla vive un deterioro que se percibe en la piel del país y sus habitantes. La infraestructura para limpieza es inexistente, y resulta inconcebible que un supuesto Estado socialista (que debe abogar por la mayoría) denigre a su gente deliberadamente exponiéndolos a una suciedad sin precedentes.

El pueblo de Cuba para sus gobernantes es un nicho, es el patio donde se tiran los desechos y no importa porque no se está cercade eso. Resulta incomprensible que la basura se riqgue por doquier como si fueran caramelos dejados en las esquinas para Halloween. Los barrios acumulan no días, no semanas; son meses y meses de residuos y la gente aprende a convivir con ellos. La podredumbre se vuelve parte del paisaje, o más bien, es el paisaje, una sombra que crece en los bordes de la vida cotidiana. En cada envase abandonado germina el zumbido de un mosquito, en cada charco late la enfermedad. Y como si nada.
La epidemia nace del mismo suelo que sostiene a la nación. La basura se mezcla con la pobreza, la fiebre con el cansancio, la falta de recursos con la costumbre. Cuba avanza entre montones de desechos y cuerpos agotados, con una población que carga la fiebre y el peso de un país que se deshace a la vista de todos.
Expansión de la epidemia
La fiebre chikungunya avanza por Cuba con la naturalidad de algo que ya pertenece al entorno. El virus se propaga de provincia en provincia, impulsado por las lluvias, la suciedad y el descuido generalizado. Las ciudades más pobladas concentran la mayoría de los casos, aunque los brotes también alcanzan pueblos pequeños y zonas rurales donde el acceso médico resulta precario. En La Habana, Matanzas y Cienfuegos los hospitales registran filas constantes de pacientes con fiebre alta, dolor articular y agotamiento extremo. En muchos barrios, la gente se trata con infusiones, alcoholes o lo que encuentra, porque las farmacias están vacías.
El mosquito Aedes aegypti se multiplica con facilidad en un país saturado de agua estancada y basura. Cada lluvia crea nuevos criaderos, y el calor constante mantiene al insecto activo durante todo el año. La falta de saneamiento y la ausencia de fumigación convierten la epidemia en un fenómeno sostenido. La transmisión ya no depende del azar, sino del entorno: el virus encuentra alimento en la pobreza, en la acumulación de residuos y en el agotamiento de la salud pública.
Las cifras oficiales hablan de miles de casos, aunque la dimensión real resulta mucho mayor. En los barrios, las historias circulan de boca en boca: familias enteras con fiebre, cuerpos rígidos por el dolor, cansancio que dura semanas. La enfermedad se vuelve parte de la vida diaria, un síntoma más del país. La epidemia ya no es solo biológica; es social, política y moral. En cada cuerpo enfermo se refleja el estado de una nación que respira su propio deterioro.
La epidemia es total: la arbovirosis golpea a todos
El sistema sanitario cubano enfrenta un brote generalizado de arbovirosis que va más allá de la chikungunya. Incluye dengue y fiebre de Oropouche, con presencia confirmada en todas las provincias del país. Según reportes del propio Ministerio de Salud Pública (MINSAP) y organismos internacionales como la OPS, más de 13 000 casos febriles se registraron en una sola semana de octubre de 2025, la mayoría vinculados a estas tres enfermedades. Por supuesto, si este dato es el arrojado, la cifra es todavía mayor.
Las cifras difundidas en medios oficiales mencionan más de 20 000 casos de chikungunya hasta comienzos de noviembre, pero fuentes médicas y observatorios independientes estiman que los contagios reales superan ampliamente los 100 000 si se incluyen los no diagnosticados por laboratorio.
La circulación simultánea de estos tres virus agrava la situación epidemiológica. La fiebre de Oropouche, antes casi inexistente en la isla, ya afecta a más de una decena de municipios, con presencia confirmada en Santiago de Cuba, Holguín, Granma y La Habana. El dengue, que mantiene transmisión endémica desde hace años, atraviesa uno de sus picos más altos desde 2019, con tasas de incidencia superiores a 600 casos por cada 100 000 habitantes en algunas provincias del centro y oriente del país.
El contexto ambiental facilita la expansión. Los niveles de infestación del mosquito Aedes aegypti se encuentran por encima del 5 % en la mayoría de los municipios, cuando la OMS recomienda mantenerlos por debajo del 1 %. Las lluvias prolongadas, el calor sostenido y la acumulación de basura urbana han creado las condiciones ideales para la reproducción masiva del vector. En paralelo, la falta de reactivos para confirmar diagnósticos, la escasez de medicamentos y la disminución de las campañas de fumigación amplifican el riesgo.
La combinación de colapso ambiental, precariedad sanitaria y desinformación oficial convierte la epidemia en un fenómeno estructural. Estamos ante una crisis sanitaria de alcance nacional que afecta a todo el territorio cubano, reflejando la fragilidad de un sistema sin recursos para contener tres virus transmitidos por el mismo mosquito en un país convertido en criadero.
Síntomas, secuelas y vulnerabilidad cubana frente a la epidemia
La fiebre chikungunya, el dengue y la fiebre de Oropouche recorren el cuerpo con la misma violencia. Sus síntomas son claros:
-Fiebre alta
-Dolor en las articulaciones.
-Cansancio y las manchas en la piel.
-Luego viene una sensación de rigidez que impide moverse con normalidad.
-Dolor en los huesos.
-Fatiga que se arrastra durante semanas, a veces durante meses.
En muchos casos el dolor articular vuelve, se instala en los tobillos, las rodillas o las manos, y hace que tareas simples se dificulten. Puede venir acompañado de hinchazón.
En Cuba la enfermedad pesa más que en otros lugares. La mayoría enfrenta el virus con hambre, sin medicamentos y con defensas bajas. La mala alimentación debilita el sistema inmune, el cuerpo no se recupera y cada fiebre deja un rastro marcado.
Los hospitales carecen de sueros, analgésicos o vitaminas, y los enfermos se hidratan con lo que encuentran. El calor, el agotamiento y la falta de descanso agravan los síntomas, sobre todo en ancianos y niños, sumado al tema de los apagones eléctricos. Todo se dificulta en gran potencia. La epidemia se convierte en un estado de desgaste continuo. La población vive entre fiebre y desaliento, con una fragilidad que ya no proviene solo del virus sino de todo el entorno.
Gestión oficial y ocultamiento de la pandemia

El estado cubano insiste en mantener un discurso de control. Los medios oficiales hablan de “acciones intensivas de saneamiento” y “situación bajo vigilancia”, mientras los hospitales se llenan de enfermos y las estadísticas oficiales se contradicen con los testimonios de médicos y vecinos. El régimen intenta sostener la imagen de eficiencia sanitaria que alguna vez fue su bandera, pero el deterioro es visible y lamentablemente incontenible. Las cifras se actualizan con cautela, los comunicados evitan mencionar muertes, y el lenguaje técnico sustituye la gravedad del colapso.
La respuesta institucional se reduce a consignas, como siempre. Se promete fumigación, pero no hay combustible. Se anuncian campañas educativas, aunque la población carece de agua para lavar o cocinar. Las autoridades exigen disciplina a los ciudadanos, mientras el Estado deja que los basureros crezcan frente a los hospitales. En los noticieros, la epidemia se presenta como un fenómeno controlado, casi anecdótico, cuando en realidad se ha convertido en una condición de vida. El silencio se transforma en política sanitaria.
El costo humano y económico de la epidemia
La epidemia golpea la economía con la misma fuerza que al cuerpo. Miles de trabajadores permanecen en casa por semanas, las escuelas suspenden clases, los pequeños comercios cierran. La producción agrícola se reduce, los mercados vacíos se llenan de fiebre y de espera. En un país con escasez total, enfermar equivale a perder lo poco que se obtiene.
Las remesas, los trabajos informales y la ayuda exterior sostienen una parte del país, pero la enfermedad profundiza la dependencia. La debilidad colectiva se convierte en un freno para cualquier intento de recuperación. Cada día perdido en cama es otro eslabón que se rompe en la cadena económica. La fiebre está en las cifras que el Estado nunca muestra.
La fiebre de la ruina
Cuba vive en una fiebre constante. La enfermedad se confunde con el clima, con el cansancio, con la rutina. La esencia del país late como un organismo enfermo que sigue en movimiento, sostenido por la costumbre. La basura se acumula, la fiebre sube, la vida continúa. El poder gobierna la descomposición con la serenidad de quien domina el hábito del desastre. No hay colapso repentino, solo una decadencia que se administra día a día.
Cuba respira en esa frontera entre la enfermedad y la resistencia, donde el dolor se vuelve costumbre y la supervivencia se confunde con la vida.
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Muy bueno
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