
El activismo de temporada, la industria de la indignación y el arte moderno de desaparecer cuando se apagan las cámaras vuelve a quedar en clara evidencia para las personas que compran estos timos y siguen a “los salvadores y promulgadores de las causas”.
Hay silencios que dicen más que mil discursos. Uno de ellos es el silencio que quedó tras la tormenta moral que rodeó a Gaza hace unos meses.
Durante semanas vimos lágrimas en vertical, discursos apretados en treinta segundos, flotillas con guion de viaje heroico y llamadas a “defender la humanidad” desde cubiertas iluminadas por un sol mediterráneo y música con cerveza… detestable y deprimente imagen. Esto no representa a quien busca la pasa y la igualdad, los seres de a pie y los que se verdaderamente hacen sacrificios.
Abriendo los ojos ante activistas de papel
Parecía que el mundo entero había despertado de golpe. Pero el despertar duró lo que dura un trending. Gaza sigue ahí. Los bombardeos siguen ahí. Los desplazados siguen ahí. El hambre sigue ahí. Las fosas colectivas siguen ahí.
¿Y los activistas?
Esos no. Se disolvieron en la misma espuma que levantaron en cubierta cuando grababan videos con tono de documental y estética de crucero. Esta evaporación no es para nada accidental. Al contrario, es el claro y típico síntoma de cómo el activismo contemporáneo se mide por la temperatura del algoritmo.
La moral de los activistas de hoy es simple espectáculo
Vivimos en una época donde el compromiso ya no es un acto, sino un producto cultural. Se construye desde la estética y la imagen, reflejo vacío de intenciones y comprensión sobre la dureza de las realidades. La lucha se convierte en identidad y la identidad en mercancía. La tragedia ajena se empaqueta como contenido que ofrece capital simbólico a quien lo reproduce.
La política se consume ahora como entretenimiento, y mal fundamento ha dejado la nueva manera de politizar venida de los Donald Trump y otros. El activismo se ha convertido en un género del espectáculo, sumado a la contraparte de este show tal cual en televisión se necesita un villano o un contrario para que el plató tenga el equilibro adecuado y no perder rating. Muchos héroes son prefabricados, con discursos pulidos y enfocados a “palabras claves”, con indignaciones fugaces que no dejan huella en la vida de nadie excepto en quienes las venden y quienes la consumen, nunca los verdaderamente afectados —esos no tienen tiempo para show—.
El caso paradigmático es Greta Thunberg, de la cual ya he hablado, convertida en santa de conferencia sin haber pisado jamás el barro donde viven aquellos por quienes dice hablar. Ahora, que el cambio climático ya no les rentable, porque antes no hablaba de los problemas humanos, y tampoco lo hace ahora, porque Gaza es apenas una gota de todas las lamentables situaciones que están presenten en diferentes regiones.
Ojo, la crítica es a la falsedad. Pero Greta, obviamente no es el problema. Es el sistema y los modelos, la avaricia y la soberbia de los grupos que rigen, de la ansiedad constante y destructiva del ser humano y su eterna necesidad de guerras y desigualdades. Greta es simplemente la síntesis de un fenómeno que se aprovecha de esto, monetizando tragedia y lucrando sin mancharse las manos a costa de imagen y falsedad. El activismo que no nace del conflicto, sino de los reflectores que brindan ciertos conflictos.
Barbie Gaza y la flotilla: activistas de cubierta

La figura de Ana Alcalde (Hanam Alcalde tras su conversión al Islam) —convertida por la prensa irónicamente en “Barbie Gaza”— refleja una forma de compromiso que se construye a través de la imagen banal y superficial intentando entrar en temas tan sensibles. Su participación en la flotilla se sostuvo en la cámara mediante planos cuidados, gestos solemnes y estética luminosa que envolvía un viaje que debía representar sacrificio, urgencia y gravedad.
El barco que debía simbolizar una misión humanitaria se convirtió en su narrativa visual, en una pasarela emocional. Las escenas de la travesía ofrecieron un espectáculo peculiar con bailes en cubierta, filtros suaves, música cuidadosamente elegida, encuadres que resaltaban la calma del mar y selfies que parecían tomadas en un crucero de recreo. Espantoso.
La producción contrastaba con un territorio devastado por la guerra, el cual se supone que era el destino. Se supone. El contraste entre la estética producida y la realidad de Gaza generó un símbolo involuntario. Su vida en España —una villa de lujo, estabilidad económica y tiempo para construir una imagen personal— permitió elaborar un personaje público cuidando cada gesto, cada palabra, cada encuadre. Ese capital simbólico impulsó su papel en la “travesía”.
Ana cumplió la función de rostro comunicativo, portavoz emocional y figura narrativa de la flotilla. Su presencia creaba una historia: una madre de Ceuta convertida en protagonista de una misión global. La detención y deportación intensificaron esa historia, que alcanzó su punto máximo en las entrevistas y la atención televisiva que recibió al regresar.
La travesía culminó cuando la narrativa dejó de generar conversación. El fenómeno Barbie Gaza funcionó como episodio: intenso, breve, altamente visible y luego archivado. Su vínculo con la causa se sostuvo únicamente mientras la historia produjo impacto mediático. La estética determinó la duración de su compromiso. Cuando Estados Unidos simuló (esta historia ya está en otro artículo, y se critica su papel de salvador cuando alimentó al monstruo que hoy deviene en este desastre humanitario) de pacificador y entraron en juego otros actores, adiós activismo y chao a la causa de “sus vidas”.
Los influencers latinos y europeos: empatía de dos semanas
El caso de Barbie Gaza encajó en un patrón más amplio. Durante algunas semanas, las redes sociales se poblaron de creadores de contenido que adoptaron la causa palestina como escenario narrativo. El conflicto se convirtió en un tema atractivo por su potencia emocional, su capacidad de generar interacción y la facilidad con la que podía integrarse en un discurso identitario.
Las plataformas mostraron un ciclo reconocible:
irrupción rápida del tema,
producción masiva de videos,
reflexiones breves que mezclaban denuncia, espiritualidad y estética,
adopción de símbolos como la kufiya en aeropuertos o en fondos cuidadosamente preparados,
directos intensos con música dramática,
hilos explicativos que convertían fragmentos de información en relatos heroicos.
El aumento en seguidores, el alcance de las publicaciones y la emoción colectiva hicieron que cientos de creadores adoptaran por un momento la identidad de “activistas”. Durante ese período, la causa se vivió como un espacio de pertenencia y autoafirmación.
Cuando el tráfico digital descendió, la narrativa perdió fuerza.
Los creadores regresaron a sus contenidos habituales, que es el del entretenimiento, estilo de vida, horóscopos, humor, crítica de celebridades o rutinas de gimnasio. La causa había cumplido su función como episodio emocional y como impulso de visibilidad, como lamentable show de vitrina de ciertos grupos.
El sacrificio sin sacrificio de los activistas: lujo moral que pueden permitirse los privilegiados

El activismo de temporada se sostiene en una base social concreta y va de la capacidad de participar simbólicamente en causas globales sin enfrentar consecuencias materiales. Esa estructura define a las figuras que lo encarnan.
Greta Thunberg actúa dentro de un ecosistema que la protege: familia con recursos, seguridad jurídica, redes de apoyo, instituciones que la celebran y entornos donde expresar una postura es un acto socialmente protegido. Su figura se mueve en espacios diseñados para amplificar su mensaje sin exponerla a vulnerabilidades reales. Así todo es lindo, fácil, y por supuesto, se grita y se hace ruido placenteramente. A la noche se dormirá con tranquilidad y sin riesgos.
Ana Alcalde posee un esquema similar. Persona rodeada de un entorno estable, una vida económica resuelta, un espacio seguro donde construir y sostener una imagen pública. Su activismo no altera su forma de vida; más bien, la complementa al ofrecer un relato heroico que alimenta sus redes y su presencia mediática.
Muchos influencers que adoptaron la causa palestina durante ese período comparten estas condiciones. Tienen libertad para expresar opiniones globales desde la distancia, desde la comodidad y desde plataformas que no exigen responsabilidad sostenida.
Su participación se convierte en una experiencia identitaria que pueden abandonar cuando quieran o no de resultados. No se renuncia a nada, no se emplea energía ni ocurre sacrificio. Todo se da desde la relajación y la comodidad.
Esta forma de compromiso se mantiene mientras otorga beneficios emocionales, sociales o simbólicos, y se diluye cuando la intensidad del tema deja de generar retorno.
Los activistas reales nunca tuvieron cámara
Mientras las narrativas digitales alcanzaban su punto máximo, la situación humanitaria en Gaza seguía exigiendo una forma de acción completamente distinta. La vida en los hospitales improvisados, los campamentos sobrepoblados, los barrios destruidos y los espacios donde el agua escasea construye un tipo de activismo que no admite interrupciones ni depende de la visibilidad.
En Gaza trabajan médicos que operan bajo presión constante, voluntarios que distribuyen alimentos, periodistas que documentan abusos arriesgando la vida, ONGs que intentan sostener redes de apoyo con recursos mínimos y familias que reconstruyen sus vidas a partir de ruinas.
Esta acción se caracteriza por la permanencia, la proximidad, el desgaste y la ausencia de público. El activismo real opera en silencio, sin narrativa escénica, sin producción emocional, sin guion. Es acción pura, no representación.
Y esa diferencia marca un abismo entre quienes trabajan sobre el terreno y quienes narran la causa desde la distancia digital.
¿Dónde están ahora los activistas?
No están en manifestaciones contra los genocidios silenciosos de África Central;
no están frente a embajadas denunciando las ejecuciones masivas en Sudán, Darfur o Eritrea;
no están visibilizando la limpieza étnica en Myanmar;
no están en las calles recordando la guerra interminable en Yemen;
no están exigiendo atención para Somalia, Tigray, Congo, Níger o Burkina Faso;
no están sosteniendo pancartas por los desplazados de Siria;
no están acompañando la hambruna que avanza en la franja del Sahel;
no están en ninguna frontera del mundo donde la miseria no produce estética. No están en ningún lugar más allá de sus propias comodidades y lujos. Esto no esta mal, cada quien a disfrutar su vida y lo que tiene. Sin embargo, no intenten engañar al ser humano de a pie ni pretendan beneficiarse desde el engaño…
Las causas profundas exigen continuidad. Estos supuestos activistas simplemente se aprovecharon del panorama mediático que rodea una situación altamente compleja y burdamente resumida a un papel de villanos y heridos. Pasado el momento de la efervescencia digital, cada figura regresó al espacio donde siempre estuvo: la vida cotidiana, la comodidad material, la rutina sin sobresaltos.
Greta volvió a sus conferencias y a su circuito institucional. Barbie Gaza regresó a su entorno familiar y a sus contenidos habituales. Los influencers retomaron el ciclo de entretenimiento, bienestar, motivación o estética personal. La causa palestina siguió su curso histórico, ajena a estas desapariciones simbólicas. Ningún dañado se enteró de los supuestos recursos y el salvamento milagroso de este grupo. La intensidad del compromiso fue proporcional a la intensidad del trending, no a la gravedad del conflicto.
Activistas de vitrina: nunca estuvieron en Gaza —solo estuvieron en su reflejo
Las figuras que aparecieron durante la ola de indignación no acompañaron a Gaza en su experiencia real, sino en su dimensión simbólica. Habitaron un reflejo y lo exprimieron a tal punto de intentar distorsionar una realidad dura, más allá de barcos y música en el mar.
Gaza funcionó como un espejo donde verse valientes, sensibles, comprometidos, un escenario emocional para afirmarse ante una audiencia.
La causa palestina permanece, porque su dolor es real y cotidiano. El activismo de temporada se disolvió cuando ya no encontró en ella una narrativa útil. Quien viene de un territorio donde las luchas se viven, donde el pensamiento nace de la precariedad, del techo que se quiebra, de la experiencia migrante, de la vida sin focos, sabe que estas tonterías aportan únicamente a los bolsillos de quienes las desarrollan.
Los activistas de Gaza no están allí ahora porque nunca acompañaron realmente la destrucción y sufrimiento del lugar. Simplemente, acompañaron una imagen de sí mismos. Y la imagen tiene fecha de caducidad.
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