Fulgencio Batista ¿el villano que realmente nos vendieron?

fulgencio batista in washington, dc (1938)

La figura de Fulgencio Batista sigue dividida entre el tirano real y el mito “revolucionario”. La huida, la sombra del poder y la manipulación de la historia dejó a la postre una imagen demonizada ¿qué tan cierto es?

La madrugada del fin de Fulgencio Batista

La Habana amanecía en silencio el 1 de enero de 1959, pero el Palacio Presidencial ya estaba vacío. Horas antes, Fulgencio Batista, consciente de que su régimen se derrumbaba, había subido a un avión rumbo a Santo Domingo, acompañado por 180 personas, entre ministros, oficiales y familiares cercanos. La capital aún festejaba el fin de año; pocos sabían que el poder había cambiado de manos mientras dormían.

Al amanecer, el general Eulogio Cantillo intentó instalar una junta militar encabezada por el magistrado Carlos Manuel Piedra para mantener la continuidad institucional, pero el dictador Fidel Castro la rechazó de inmediato y llamó a la desobediencia. Tres días después, el 3 de enero, las primeras columnas rebeldes entraban en La Habana sin oposición. El 7 de enero, la multitud recibió a los guerrilleros en medio de una euforia inédita: el viejo orden había caído, y una “revolución” nacía.

Mientras Batista huía, Cuba despertaba hacia una nueva era que pronto mostraría su propio rostro autoritario.

Fulgencio Batista:  De sargento a caudillo

Batista fue un producto de la inestabilidad política cubana. Surgió del golpe de 1933 que derrocó a Gerardo Machado, ascendiendo de sargento a figura dominante del ejército. Gobernó de facto entre 1933 y 1940 y luego como presidente electo (1940-44), impulsando la Constitución de 1940, una de las más progresistas de América Latina.

Sin embargo, su ambición fue creciendo. En 1952, convencido de que perdería las elecciones, lideró un golpe militar y reinstauró el autoritarismo. Desde entonces, la censura y el miedo marcaron la vida pública. El BRAC (Buró de Represión de Actividades Comunistas) se volvió el instrumento de una represión sistemática que alcanzó a estudiantes, sindicalistas y periodistas.

Mientras tanto, La Habana se transformaba en un escaparate de lujo con casinos, hoteles y negocios ligados a capital estadounidense que convivían con la miseria rural. Esa desigualdad estructural, unida a la corrupción gubernamental, sembró el terreno para la rebelión.

El colapso del régimen de Fulgencio Batista

Durante 1958, los informes diplomáticos y militares coincidían en un diagnóstico; el régimen de Batista había perdido legitimidad y apoyo. Las columnas de Castro en la Sierra Maestra ganaban territorio; la oposición civil se articulaba desde las universidades; el gobierno de Estados Unidos, antes aliado, empezaba a marcar distancia tras los informes sobre torturas y corrupción.

En diciembre, la moral militar se desmoronó. El 31, tras la cena de fin de año en el Palacio, Batista se reunió con su estado mayor. Sabía que resistir era inútil porque varias guarniciones habían desertado, y el avance rebelde era irreversible. A las 3:00 a. m., dio la orden de abandonar el país.

En la mañana siguiente, mientras su avión tocaba tierra en República Dominicana, la noticia recorría la isla.

Exilio, fortuna y muerte de Fulgencio Batista

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Batista permaneció en Ciudad Trujillo bajo la protección del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quien le ofreció refugio y garantías. Desde allí coordinó la salida de otros colaboradores hacia Miami y Europa. En 1961, tras el asesinato de Trujillo, Batista se trasladó a Estoril, Portugal, y luego a Marbella, España, donde vivió discretamente hasta su muerte por infarto el 6 de agosto de 1973.

Sus memorias, escritas en exilio, buscaban justificar su gobierno como una barrera contra el comunismo. Sin embargo, el propio tono defensivo mostraba que ya se sabía derrotado por la historia.

¿Fulgencio Batista fue un tirano sangriento o una figura distorsionada?

El debate sobre Batista divide a historiadores y políticos con algo de juicio.

Por un lado, abundan las pruebas de autoritarismo y represión mediante censura, fraudes electorales, enriquecimiento ilícito y torturas documentadas por periodistas y diplomáticos. Los archivos de la CIA mencionan ejecuciones sumarias en la etapa final del conflicto y un uso sistemático de la violencia estatal.

Sin embargo, las cifras de víctimas varían. Mientras la propaganda revolucionaria habló de 20 000 muertos, documentos estadounidenses sitúan los números en miles de casos de represión, pero no de decenas de miles, advirtiendo que muchas estadísticas mezclaban combatientes caídos con ejecutados. Típica tergiversación para un mayor control y refuerzo de imagen, sin dejar de lado los nefastos procederes de Batista.

La Revolución necesitaba un monstruo para legitimarse, y Batista fue ese monstruo útil. Esto, se insiste, no absuelve sus crímenes, pero obliga a ver la manipulación posterior. La historia oficial borró matices y reemplazó la complejidad con mitología política.

Trujillo: el espejo caribeño de Fulgencio Batista

El primer destino de Batista no fue casual. La República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo Molina (1891-1961) representaba el refugio natural para cualquier gobernante caído del Caribe autoritario. Trujillo había tomado el poder en 1930 y dominó su país durante más de 30 años. Su régimen se basó en el culto personal, la censura y la represión.

En 1937 ordenó la Masacre del Perejil, donde entre 10 000 y 20 000 haitianos fueron asesinados en la frontera. Aun así, se presentaba como “El Benefactor” y mantuvo relaciones diplomáticas fluidas con Washington.

Cuando Batista llegó a su territorio, Trujillo lo recibió con un trato casi ceremonial. Ambos compartían la misma idea de orden y la misma incapacidad de entender que sus tiempos habían terminado.

La memoria como herramienta de poder

Tras 1959, el nuevo régimen cubano construyó un relato de redención absoluta. Batista representaba el mal absoluto, y Castro la salvación casi divina. A partir de ahí, el resto es historia…

Durante décadas, esa visión se enseñó en las escuelas, la televisión y la literatura oficial. El problema no fue la crítica a Batista —merecida en muchos aspectos— sino la supresión del debate histórico. Se instauró un régimen por otro, se cambió la historia y se exageró todo lo posible sobre el mito del bien y el mal del lado conveniente.

Esa operación discursiva borró los grises con el fracaso de la oposición civil, la corrupción previa, la continuidad de la represión bajo la Revolución. La historia sirvió para justificar, jamás para comprender. Batista fue parte del discurso de lavado de cerebro, casi que la base utilizada para reforzar toda una ideología que resultó en un desagradable espejismo. El castrismo no solo reescribió la historia de Batista; redefinió la noción de liberación para legitimar su propio poder.

La otra cara Fulgencio Batista: infraestructura, modernización y legado material

hotel tryp habana libre fulgencio batista frente a la maqueta del hotel “habana hilton”

Más allá de la represión y la corrupción, el legado de Fulgencio Batista tiene una dimensión que la historia oficial cubana ha omitido deliberadamente, y es la modernización material del país.

Buena parte de las infraestructuras que aún sostienen a Cuba en el siglo XXI fueron planificadas o ejecutadas durante sus dos etapas de gobierno. Entre 1933 y 1944, y nuevamente entre 1952 y 1958, Batista impulsó un programa de obras públicas que transformó la isla. Se construyeron carreteras, puentes, puertos, viviendas, hospitales y escuelas, además de obras emblemáticas de ingeniería y arquitectura que aún hoy permanecen en pie y son estandarte de la imagen “casi extinta” de Cuba como nación.

Obras y planificación urbana

Durante su primer mandato constitucional (1940–44), el Estado cubano invirtió en la red vial nacional, extendiendo la Carretera Central y modernizando el sistema ferroviario. También se construyeron viviendas obreras, acueductos y centrales eléctricas.

En su segundo gobierno (1952–59), las inversiones se concentraron en infraestructura sanitaria y educativa:

El Hospital Nacional, el Hospital Ortopédico Infantil Frank País, el Hospital Militar de Columbia, el Centro de Investigaciones Clínicas, entre otros.

Ampliaciones del Palacio de Justicia, el Edificio del Seguro Social, y obras de urbanización en La Habana.

El Túnel de la Bahía, una de las mayores proezas de ingeniería de América Latina en su época (inaugurado en 1958).

La creación del Banco Nacional de Cuba y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial (BANFAIC).

Estas obras marcaron el paisaje urbano y generaron empleo, movilidad y una sensación de modernización que contrastaba con la precariedad rural.

Economía y nivel de vida

En términos macroeconómicos, la Cuba de Batista —especialmente en la primera mitad de los años cincuenta— mantenía una de las economías más sólidas del continente. Su PIB per cápita estaba entre los tres más altos de América Latina. Tenía una clase media urbana emergente, acceso generalizado a la electricidad y una alfabetización superior al 70 %. La producción azucarera y el turismo colocaban a Cuba entre los destinos más prósperos del Caribe.

No era un país igualitario, pero sí uno económicamente dinámico, con mejores indicadores que la mayoría de sus vecinos latinoamericanos.

Educación y salud pública

Batista impulsó la expansión de la educación primaria y técnica, fundando decenas de escuelas rurales y urbanas. En La Habana se construyeron facultades universitarias, institutos de investigación y escuelas de formación profesional.

En materia sanitaria, el país contaba con más médicos por habitante que muchos países europeos de la época. El problema fue la distribución desigual. La Habana se desarrollaba, mientras el interior quedaba rezagado. Tampoco es aquel mito de una Cuba analfabeta que se educó con las supuestas campañas de alfabetización, a las que le dedicaremos su debido artículo.

Un progreso truncado por la corrupción y el autoritarismo

El gran error de Batista no fue la falta de obras, sino el modo en que las contaminó políticamente. Su gobierno convirtió la modernización en vitrina propagandística mientras la represión se intensificaba. Las empresas constructoras estaban controladas por militares o allegados, los contratos se otorgaban sin licitaciones y los fondos públicos eran desviados a cuentas privadas. Nada lejos de lo que se vivió después, pero mucho menos disimulado.

Aun así, esas obras resistieron el tiempo. Buena parte de los edificios emblemáticos, hospitales, carreteras y redes eléctricas que hoy funcionan en Cuba provienen de ese periodo. Paradójicamente, las huellas más tangibles del progreso cubano fueron dejadas por el hombre que la Revolución condenó al olvido y al infierno moral.

Comparación con el régimen posterior

Mientras el castrismo se concentró en la militarización, la planificación centralizada y el control ideológico, Batista había apostado —aunque de manera desigual— por la infraestructura física y el desarrollo urbano.

Después de 1959, la prioridad revolucionaria se desplazó hacia la alfabetización, la salud y la ideología, pero no hubo grandes márgenes más allá de zonas rurales. Lo cierto es que el país estaba en un punto donde no se debía hacer demasiado para potenciarlo, más bien distribuir y mejorar la vida en estas zonas a las que jamás llegó el progreso de Batista. Luego, nunca se realizaron obras de ingeniería civil comparables a las de las décadas antes de 1959.

La Cuba moderna que aún se sostiene sobre estructuras de los años cincuenta —sus túneles, avenidas, hospitales y edificios públicos— es, en gran medida, la herencia material de un dictador que, sin pretenderlo, legó al país las bases físicas que la Revolución no logró superar y se esmeró en destruir.

Un país entre dos sombras

Batista murió en el exilio; Castro murió en su cama. El primero huyó de madrugada, el segundo destruyó durante medio siglo. Los dos creyeron encarnar la nación. Entre ambos quedó Cuba, una isla suspendida entre dos mitos y una misma realidad; la nada misma.

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