
Hegemonía narrativa… es el tema que nos compete con lo que está sucediendo. Se está celebrando una victoria a todas luces por los últimos acontecimientos en la situación de Israel sobre Gaza. Llega un tratado de paz para —esperemos— frenar las atrocidades efectuadas hacia miles de civiles palestinos debido a una respuesta exagerada, prolongada y desmedida hacia actos lamentables y siniestros efectuados por Hamás.
Es cuanto menos interesante el aparato discursivo establecido por la fuerza dominante que se vanagloria de limpiar parte de sus propios desastres.
La imagen que sustituye al hecho
Donald Trump aparece en una foto oficial subida por la Casa Blanca en sus redes con la corbata amarilla, cuidadosamente centrada, la expresión entre el cansancio y la determinación, y el fondo neutral que destaca la silueta del “líder que ha logrado la paz”. Bajo su imagen, la leyenda “Peace President”.
Quitando lo comercial y mediática que se ha convertido una entidad política que representa a una nación, estamos frente a un póster moral. Una obra de propaganda convertida en símbolo con el hombre que, tras el caos, encarna el orden y la reconciliación.
La imagen se expande como una verdad emocional. No importa si el conflicto en Gaza sigue sin resolverse, si los cadáveres aún se amontonan bajo los escombros, si la reconstrucción humanitaria ni siquiera ha comenzado. Lo que importa es la representación produciendo fe incuestionable.
Esa fotografía condensa la esencia de la política contemporánea. El poder se legitima no por los hechos, sino por la imagen de los hechos. El líder no gobierna la realidad; gobierna la narrativa. Y la narrativa, una vez instalada, sustituye la realidad.
Esta “paz” que Estados Unidos proclama es un simulacro cuidadosamente elaborado.
El conflicto palestino-israelí, que ha sido durante décadas terreno de complicidad y dominación, se convierte ahora en un escenario teatral donde el antiguo patrocinador de la guerra aparece como el mediador heroico. Existe un mecanismo histórico. Estados Unidos ha perfeccionado el arte de producir incendios y luego coronarse bombero.
La hegemonía narrativa en el poder de definir la realidad
El politólogo italiano Antonio Gramsci describió la hegemonía como la capacidad de una clase o poder dominante para construir el sentido común de una sociedad. Quien logra definir lo que se entiende por “normal” o “justo” no necesita recurrir a la fuerza. Hoy esa hegemonía opera en el terreno simbólico; quien controla la narrativa, controla el mundo.
Estados Unidos lleva casi un siglo ejerciendo ese dominio a través de la diplomacia, los medios y la industria cultural. Su poder sobrepasa el armamento o las reservas financieras, de hecho, acsi que es sustituido por capacidad para “nombrar”.
Nombrar una invasión como “intervención humanitaria”. Nombrar una ocupación como “defensa legítima”. Nombrar una negociación incompleta como “paz histórica”. La hegemonía narrativa consiste en definir el significado de las palabras antes de que la realidad pueda hacerlo. Hoy Estados Unidos tiene en este fenómeno su principal arma y recurso para despegarse del resto de las potencias mundiales.
Así, cuando Washington habla de “paz”, no se refiere al fin de la violencia, sino a la restauración del orden que le resulta funcional. Cuando proclama “democracia”, no describe un sistema, sino una pertenencia. Y cuando declara haber “logrado” un acuerdo en Gaza, lo que celebra es la aceptación internacional de su versión del hecho.
De la política a la estética
En la era de la hipercomunicación, el discurso político se estetiza. La política es un show que seduce, y en ese sentido Trump es el genio perfecto. Cada acto se produce como imagen; cada decisión se envuelve en una coreografía visual. Lo que antes era ideología ahora se convierte en una performance tan hueca como los famosos clickbait.
Por eso el caso de Trump es paradigmático, su figura se fabrica a partir de arquetipos culturales —el empresario exitoso, el outsider incorruptible, el patriota moral— y se proyecta como mito audiovisual. La foto que publica la Casa Blanca es un tipeo emocional. “La realidad se sustituye por su representación”, escribió Guy Debord hace décadas atrás…
La fotografía de Trump como “presidente de la paz” representa la mentira en su forma más sofisticada.
El simulacro de paz dado por la hegemonía narrativa
La llamada “paz de Gaza” promovida por la Casa Blanca y celebrada por varios gobiernos aliados no fue más que una escenificación diplomática. Un cese temporal de hostilidades se convirtió en la narrativa oficial, en el final heroico de una “guerra”.
Los portales afines repitieron el guion bajo frases contundentes como “momento histórico”, “liderazgo decisivo”, “nuevo amanecer para Oriente Medio”. Las declaraciones oficiales, en correspondencia, funcionaron como piezas de un libreto colectivo.
El presidente egipcio, Abdel Fattah el-Sisi, proclamó que “el mundo está asistiendo a un momento histórico que encarna el triunfo de la voluntad de paz sobre la lógica de la guerra”. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, afirmó que “con el apoyo de nuestro amigo y aliado presidente Trump, hemos alcanzado este momento decisivo”. Isaac Herzog, presidente de Israel, fue más lejos al decir que “no hay duda de que merece el Premio Nobel de la Paz por esto”.
Cada frase fue repetida y amplificada como si contuviera un significado inobjetable. Pero juntas componen un fenómeno inquietante, y es la consagración pública del simulacro. En ese coro de elogios no se habla de víctimas, de destrucción ni de responsabilidades, sino de liderazgo y redención. El lenguaje diplomático deja de describir la realidad para borrar sus huellas. Detrás de la retórica de reconciliación, Gaza continúa devastada; los desplazados son millones y el bloqueo económico persiste. Pero el relato ya está cerrado, el “líder del mundo libre” ha logrado la paz.
La maquinaria de legitimación de la hegemonía narrativa
Nada de esto ocurre por casualidad. La política internacional funciona como una cadena de legitimaciones cruzadas. Estados Unidos se presenta como mediador. Israel, como aliado fiel. Los países árabes, como testigos complacientes. La prensa global, como caja de resonancia.
El objetivo es instalar una emoción superficialmente similar a alivio, esperanza, gratitud. La eficacia del relato radica en que transforma ese sentimiento en verdad. Cuando un ciudadano europeo o latinoamericano ve la foto de Trump bajo la palabra Peace, no piensa en la larga complicidad de Washington con la ocupación israelí. Piensa en la idea de que “alguien al fin resolvió el conflicto”. La narrativa anestesia la memoria.
La mentira como sistema
El problema no es que el poder mienta —eso ha ocurrido siempre—, sino que ha logrado que la mentira sea percibida como forma legítima de verdad. El discurso de la posverdad entendió que convencer conlleva a demasiadas problemáticas convencer; la saturación, en cambio, termina en aceptación —por convencimiento o cansancio—. Ya no importa si algo es falso o verdadero, lo importante es ver si produce consenso. Por ello, dicha posverdad es simplemente un sistema de administración de creencias. Se funda en la repetición. Estados Unidos, con su aparato mediático, diplomático y cultural, domina ese arte con una precisión sin precedentes.
La fotografía de Trump, las declaraciones de sus aliados y los titulares de prensa, forman parte de una coreografía de legitimación global. El simulacro se sostiene porque todos los actores lo interpretan a la vez. Por supuesto, cada uno obtiene algo a cambio: reputación, estabilidad, poder simbólico…
De la distorsión a la hegemonía narrativa
Podría pensarse que todo esto no es más que una gran distorsión mediática, un conjunto de exageraciones y frases vacías. Pero no. La distorsión es un error de espejo; la hegemonía narrativa, en cambio, es el diseño del espejo mismo.
Una distorsión narrativa implica alterar puntualmente la representación de un hecho. Se miente, se exagera o se omite. La hegemonía narrativa, en cambio, va más lejos porque instituye el marco conceptual desde el cual esos hechos son comprendidos. No busca ocultar una verdad, busca definir qué puede considerarse verdad.
Estados Unidos, a lo largo de su historia, ha logrado determinar cómo los conflictos en los que se involucra deben ser contados. Desde Vietnam hasta Irak, desde Afganistán hasta Gaza, el guion se repite con precisión industrial. Existe siempre una justificación moral (“defensa”, “liberación”, “lucha contra el terrorismo”). Luego la devastación se estetiza (“daños colaterales”, “necesidad estratégica”). Finalmente, el desenlace se reescribe como redención (“paz”, “reconstrucción”, “liderazgo”). Lo que cambia es la forma, pero se mantiene la estructura.
En Gaza, la hegemonía narrativa estadounidense define el significado de la paz misma, convirtiéndola en una concesión cuando en realidad es un derecho. Esa es la diferencia entre distorsionar y dominar. Quien distorsiona altera un reflejo; quien ejerce hegemonía crea la realidad del reflejo.
Hegemonía narrativa en lo emocional: el control de la fe pública
La eficacia de esa hegemonía reside en que actúa sobre la emoción, empujando todo lo que puede a la falta de pensamiento o formulación de un criterio. La propaganda moderna se infiltra en la sensibilidad colectiva. Cada mensaje está diseñado para producir una respuesta afectiva. En este caso concreto, la imagen de Trump con la palabra Peace funciona como un dispositivo emocional de impacto visual inmediato que condiciona la fórmula narrativa. Las personas suelen confiar en lo que ven ante sus ojos, y creen que las imágenes de sus pantallas de teléfono son más verídicas que la de los cines. En ocasiones son más utópicas… y las declaraciones elogiosas celebrando el “liderazgo decisivo” constituyen rituales emocionales de confirmación.
El público internacional, saturado de noticias y desbordado por la complejidad geopolítica, busca un relato simple que le devuelva la calma. Ese relato está listo, empaquetado, distribuido en titulares y redes sociales: “Trump trae la paz al Medio Oriente”. La hegemonía narrativa se completa cuando la emoción reemplaza al análisis. El mito sustituye la historia.
Incluso cuando existen cuestionamientos, la contraparte se refugia en la propia imagen y sucede el efecto contrario a lo que el sentido común esperaría. La figura se engrandece, se refuerza, porque ni siquiera con “la mentira” (que en realidad es la verdad) lo pueden “derrocar”. Por eso se habla de estructuración. Las capas de todo el timo vienen muy elaboradas y profundas, bien pensadas. También ese es el motivo del por qué la derecha radical necesita a su opuesto y viceversa.
Autopoiesis del poder: creer su propia mentira
Llega un momento en que el poder termina por creer su propia ficción. El discurso se convierte en un ecosistema cerrado que se autoalimenta. La Casa Blanca vive en esa lógica autopoética con su política exterior. No necesita justificación moral porque ya es la moral en sí misma tras tejer algo tan absurdamente configurado que se reemplaza la sistemática real del sentido común.
Cuando Trump se autoproclama “presidente de la paz”, está habitando en un universo discursivo donde esa frase tiene sentido. Realmente se lo cree. El simulacro se ha vuelto ontología.
Foucault escribió que el poder no sólo produce obediencia, sino realidad. En este caso, el discurso produce el hecho. Esta convicción de construir un imaginario basado en flagelaciones de liderazgo y supremacía es la forma más peligrosa de mentira, porque deja de reconocerse como tal.
Así, Estados Unidos se mira al espejo de su relato y ve a un salvador, mientras Israel ve en su agresión una defensa legítima. Y lo peor es que buena parte del mundo aplaude porque el relato dominante ofrece la comodidad moral del final feliz.
Gaza: el espejo roto
Bajo ese relato triunfal, Gaza sigue siendo el territorio más densamente destruido del planeta. Los hospitales apenas funcionan. Las infraestructuras civiles han sido arrasadas. El bloqueo económico mantiene a millones de personas en una forma de asfixia. Pero esas imágenes rara vez alcanzan el mismo nivel de difusión que las fotos de los líderes. La hegemonía narrativa funciona como un filtro de visibilidad, selecciona lo que puede mostrarse y lo que debe quedar fuera del campo simbólico. Y lo que se excluye es forzado a volverse irrelevante.
El ciclo del simulacro
El guion se repite:
Creación del conflicto (por acción o complicidad).
Gestión del caos (a través de la narrativa de responsabilidad compartida).
Intervención simbólica (el anuncio de la “paz” o el “nuevo orden”).
Celebración internacional (el coro diplomático que valida el acto).
Olvido estructural (la reinstalación del statu quo bajo otro nombre).
Gaza, como antes Irak o Afganistán, es un escenario más de esa dramaturgia global. El verdadero triunfo de la hegemonía estadounidense no está en ganar guerras, sino en ganar el relato de haberlas terminado.
La estetización del cinismo
El fenómeno alcanza su forma más refinada en la estética del poder al presentar la menterica como belleza moral. La luz sobre el rostro del líder, la frase “histórico momento de la humanidad” en boca de dictadores y agresores… todo es parte de una maquinaria visual que convierte el cinismo en virtud.
Esta estetización del cinismo es lo que vuelve tan eficaz al simulacro. El público ve una obra de redención cuando en realidad es manipulación. El poder no teme la contradicción, además de lo ya dicho, porque su fuerza tampoco depende de la coherencia, sino del efecto emocional que produce. La fotografía de Trump se convierte en un ícono religioso secular bajo este canon.
El vaciamiento del lenguaje
En este contexto, el lenguaje político se degrada hasta convertirse en un conjunto de fórmulas automáticas: “momento histórico”, “liderazgo increíble”, “nuevo amanecer de la paz”. Esas frases no significan nada. El vocabulario diplomático se ha convertido en un ritual de legitimación donde cada adjetivo funciona como sello de pureza para una acción impura.
En el discurso contemporáneo, “paz” ya no designa un equilibrio justo entre pueblos, sino la ausencia de ruido mediático. Cuando las cámaras se apagan, cuando los titulares cambian, cuando el espectador se siente satisfecho, entonces se declara “la paz” donde se necesite. Y así, el poder logra la restauración de su propio relato.
Ética y memoria
Frente a esta maquinaria, la resistencia debe ser política y también semántica. Nombrar las cosas por su nombre —ocupación, crimen, complicidad— es restituir un orden de verdad en un mundo gobernado por imágenes y falsa narrativa.
La banalidad que nos inunda hoy se expresa en la repetición mediática de frases vacías que encubren tragedias reales. Mientras un presidente felicita a otro por su “liderazgo histórico” los escombros siguen humeando, ejecutando así una liturgia de olvido que no se debiera sostener, pero se sostiene, y por muchísima gente.
Por eso, pensar —en el sentido más profundo— se vuelve un acto ético. Pensar es interrumpir el simulacro.
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